Por: Juan F. Monroy Gálvez
Abogado especialista en Derecho Procesal. Magister en Argumentación Jurídica por la Universidad de Alicante. Profesor de la Maestría en Derecho Jurisdiccional en la Pontifica Universidad Católica del Perú.
“Tener un proceso significa
haberlo perdido ya”. (F. Kafka)
Sumario:
1. Algunas prevenciones. 2. Sobre el Título Preliminar. 3. Capítulo
I, Disposiciones Generales. 4. Capítulo II, Medida cautelar. 5. Capítulo
III, Medios impugnatorios. 6. Título
III, Proceso de Amparo. 7. Título IV. Proceso de Habeas Data. 8. Título V, Proceso de cumplimiento.
9. Título VI, Procesos de Acción Popular,
Inconstitucionalidad y Competencial.10. Título VIII, Tramitación en sede del Tribunal Constitucional. 11. Disposiciones Finales.
1. Algunas prevenciones
Tal vez solo sea casualidad o tal vez configure un signo de los tiempos, el caso es que las reformas legislativas en este siglo se presentan agazapadas, cuando no en la penumbra. La época de las discusiones y los intercambios dinámicos de propuestas legislativas parece haber llegado a su fin. Resulta difícil admitir, a primera mano, que se trata de un cambio beneficioso, pero es lo que hay.
El Código “derogado” (las comillas obedecen a que más del 75% de este ha pasado al “nuevo”) fue elaborado por un grupo de amigos que buscaron que el trabajo académico absorbiera las angustias que les provocaba sobrevivir durante una década negra de nuestra historia, la última del siglo pasado. Esto significa que no estaba en juego la posteridad ni la gloria, solo el cumplimiento del deber y la necesidad de no claudicar. Eran otros tiempos.
El mérito del “nuevo” Código en comento es que, más allá de enmascarar lo que solo es una reforma parcial, nos parece que es intentar poner orden a algunas reformas que recibió el Código desde su entrada en vigencia. Lamentablemente, como lo vamos a demostrar, el intento de ordenar va a devenir en más pernicioso que aquello que estaba vigente.
Si se nos pidiera identificar cuál es el problema más difícil de resolver al redactar un ordenamiento procesal constitucional, no tendríamos duda en afirmar que es el siguiente: compatibilizar la tutela de los derechos fundamentales y la primacía normativa de la Constitución con un procedimiento urgente, esto es, con uno que materialice una tutela sumarísima. Dicho de otra manera: cómo hacer rápido y bien lo que es trascendente.
Cuando irrumpió el “nuevo” Código, más allá de la sorpresa de su arribo, imaginamos un ordenamiento que, mejorando al derogado inclusive en su versión original, se afiliara a un procedimiento urgente. Recordemos que las penosas reformas que recibió el Código, ahora derogado, renunciaron a la necesidad de contar con una tutela de urgencia. Lamentablemente, no ha sido así.
El presente es un análisis exegético de las reformas incorporadas por el “nuevo” Código. A pesar de su falta de pretensión, este trabajo padece de dos serias desventajas. La primera es que desconocemos si el grupo que lo gestó estuvo conformado por jueces de la especialidad. Tenerlos significaría que, a los presuntos méritos jurídicos de los conformantes del grupo, se suma la experiencia concreta de los jueces para quienes el Código es una herramienta cotidiana de trabajo. Si no estuvieron, entonces estamos ante una minusvalía que debe ser considerada. La segunda es que, a pesar que ya está vigente el “nuevo” Código, todavía se desconoce quiénes lo elaboraron. Y aun cuando es sorprendente esta vocación por la clandestinidad, en alguna medida hubiera ayudado al comentario conocer algunos trabajos previos de los involucrados.
Se puede intuir que no hubo jueces a partir de lo siguiente: la proporción entre el número de jueces penales y jueces constitucionales debe ser de ocho a uno (8/1) en Lima. Como el “nuevo” Código ha previsto que los procesos de habeas corpus los conocen en Lima los jueces constitucionales, una docena se encargará de ellos para descanso de ochenta o noventa jueces penales. ¿Será que a los jueces constitucionales les sobraba el tiempo? No. Un solo juez que hubiera estado en la Comisión hubiera advertido el error, pero ¿le puede interesar la realidad a un legislador en modo jurista?
Tratándose de un comentario exegético, como ya se anotó, quedará reducido solo a los enunciados que consideramos que merecen ser destacados, sea por su novedad o por alguna otra cualidad que los haga merecedores de un comentario especial. Por razones de especialidad, este trabajo no hace referencia al capítulo referido al habeas corpus.
2. Sobre el Título Preliminar
1. El artículo III prescribe que la gratuidad del demandante no alcanza a las personas jurídicas cuando impugnen resoluciones judiciales. Es extraño que por el solo hecho de ser personas jurídicas queden fuera del beneficio de la gratuidad, sobre todo porque podría tratarse de una asociación o de una ONG cuestionando una sentencia que afecta un interés difuso, por ejemplo. Por otro lado, tampoco aparece muy clara la razón por la cual las personas jurídicas solo pierden el beneficio de la gratuidad cuando impugnan resoluciones judiciales.
Es probable que lo prescrito no sea una excentricidad, pero para ello es necesario que los autores salgan a sustentar la razón.
2. Los amicus curiae son personas naturales o jurídicas con un conocimiento especializado -jurídico o no- que pueden ser invitados por los jueces para que los ilustren sobre temas de su especial saber en un proceso específico.
En estricto no hay más que regular. Carece de sentido enumerar -como se hace en el artículo V- que son requisitos del amicus curiae no ser parte o interesado en la controversia, o que su opinión no vincula o, ya de manera tautológica, que “su admisión al proceso le corresponde al órgano jurisdiccional”, sobre todo cuando al inicio el artículo se dice que los jueces “podrán invitar a personas naturales o jurídicas…”.
Todos los recursos son medios impugnatorios, aunque existen impugnaciones que no son recursos. Sin embargo, no está bien decir: “… carece de competencia para presentar recursos o interponer medios impugnatorios”. Salvo que esté usando el concepto “recurso” en su versión vulgar (cualquier escrito), lo que no es compatible con la tarea legisladora de los autores.
3. No había ninguna necesidad de agregar a la sumilla del artículo VI la palabra “vinculante”. Es más fácil asumir que la palabra “vinculante” expresa la exigencia inexorable de emplearlo como fundamento que solo un deber de tenerlo presente, como en realidad es.
Prueba lo dicho la regla de que los órganos de grado se pueden separar de los precedentes, siempre que cumplan con ciertas exigencias. Por la manera como está regulado el precedente, parecería que el único que se puede apartar de él es el propio Tribunal Constitucional (en adelante, TC) que lo expidió. Es decir, no se ha advertido que la única posibilidad de que llegue al TC un caso sobre un precedente que este expidió es cuando un juez de grado ha considerado que este no es aplicable al caso que ha resuelto.
Un tema que quedó pendiente en la versión original del Código -y sigue estándolo en el actual- es establecer la técnica de sustitución de un precedente por otro por parte del TC. Es decir, desde cuándo entra en vigencia el nuevo precedente o, visto desde el otro lado, hasta qué momento o para qué casos el precedente derogado todavía surte efecto. Sin duda se trata de un tema complejo que requiere un tratamiento legislativo cuidadoso. Es decir, resulta necesario estar advertidos si el nuevo precedente es prospectivo, retroactivo o retrospectivo, entre otras modalidades que asume el overruling.
El que se requieran cinco votos para crear, modificar o apartarse de un precedente no es un tema de Título Preliminar, sobre todo existiendo un título ad hoc (“Tramitación en sede del Tribunal Constitucional”).
3. Capítulo I, Disposiciones Generales
Tal parece que el legislador ha decidido que los derechos difusos, típica expresión de lo que en la doctrina se denomina “derechos fundamentales de tercera generación”, no merecen tutela de urgencia, tal vez porque cree que no son fundamentales y, en consecuencia, es suficiente la tutela ordinaria. Ello sería parcialmente correcto. Los derechos difusos, en efecto, se tutelan de manera integral con una vía procedimental propia, que es plena porque permite no solo asegurar su eficacia, sino que contiene mecanismos de reparación de gran importancia social. Sin embargo, siempre es necesaria una tutela urgente para algunas situaciones específicas sobre derechos difusos.
Si no fuese así, tiene que tratarse de una negligencia, aunque lo lamentable es que cierne una duda sobre derechos cuyo fundamento constitucional es plenamente reconocido.
Atendiendo a la sumilla, el artículo 3 regula la competencia por razón de turno, disponiendo que el inicio de los procesos se regulará por lo previsto para cada distrito judicial, salvo en los “procesos de Habeas Corpus donde los jueces constitucionales se rigen por sus propias reglas de competencia”. No es fácil discernir lo que ha querido decir el legislador sobre todo porque el artículo 29, que regula la competencia en el habeas corpus, no hace ninguna referencia específica al turno, tal vez porque este elemento de la competencia es ajeno a tal procedimiento.
En el artículo 4 se desarrolla el instituto de la defensa pública. Se concibe como un instituto destinado a asegurar que en los procedimientos regulados actúen ciudadanos en estado de vulnerabilidad. Inclusive precisa que el ciudadano puede recurrir a la defensa pública especializada en materia constitucional. Este bello artificio imaginado por el legislador no existe en el país y, como es más o menos evidente, no va a existir porque una ley lo describa. Precisamos que la Ley 29360 (Ley del Servicio de Defensa Pública) no contempla la hipótesis desarrollada en este artículo.
Un aspecto muy sensible es la demora en la tramitación de los procesos constitucionales, presumiblemente urgentes. Una de las razones es el emplazamiento de más personas de las realmente interesadas u obligadas a ejercer su defensa. El artículo 5 reitera las falencias del artículo derogado. Veamos.
La defensa del Estado o de cualquier órgano o funcionario está a cargo del procurador público. Eso significa que, siendo el emplazado el funcionario o el órgano, el procedimiento se va a seguir con el procurador como representante procesal de cualquiera de estos. Siendo así, no tiene ningún sentido notificar con la demanda al órgano o al funcionario, a quien además “se les debe notificar la resolución que ponga fin al grado”, para luego agregar que su “no participación no afecta la validez del proceso”.
La única opción para emplazar necesariamente al órgano o funcionario se presenta cuando el demandante considera que, siendo la agresión que soporta producto de una conducta antijurídica, su autor debe ser sancionado.
Para tal situación, la representación del procurador no alcanza. Como es obvio, se trata de una conducta que está más allá del acto u omisión funcional. Un acto complementario puede consistir en autorizar al procurador a que ponga en conocimiento del funcionario u órgano el inicio del proceso. Si a este le interesa, puede ingresar al proceso como litisconsorte facultativo, en tanto el pedido del demandante no está afectando el ámbito de su derecho sino de su función.
El legislador acierta cuando en el segundo párrafo del mismo artículo decide que en los procedimientos contra resolución judicial no es necesario emplazar a los jueces. Por cierto, salvo que el demandante considere que una vez establecida la agresión, demandará indemnización a los que incurrieron en ella.
El artículo 6 es original, aunque el adjetivo no exprese una opinión positiva. Es original porque es absolutamente improbable que haya un ordenamiento procesal contemporáneo donde se le imponga al juez la prohibición de rechazar una demanda aunque así lo considere.
Un ejemplo, se presenta una demanda de amparo contra resolución judicial groseramente fuera del plazo. Según el artículo comentado, el juez debe admitir a trámite la demanda. Lo que la norma nos sugiere es que el juez va a declarar improcedente la demanda en la sentencia, es decir, va a tener que tramitar un procedimiento que sabía desde el inicio que estaba viciado. De hecho, si nos disponemos a imaginar una interpretación del enunciado comentado que sea compatible con el sentido común, las alternativas resultan escasas, casi inexistentes. Estamos expuestos a que el legislador, por ahora una especie furtiva, nos explique qué pretendió con su propuesta.
Lo significativo es que no se trata de una opción legislativa, es decir, de una elección. Es factible que el sustento de la norma comentada sea la imperiosa necesidad de admitir una demanda constitucional, más allá de sus limitaciones formales. Hay institutos y frases que se repiten hasta la saciedad desde hace mucho para justificar ello, desde la suplencia de la queja hasta aforismos como pro actione o favor processum. Sin embargo, estas se deben emplear en sede constitucional solo cuando se presenta una duda razonable, lo que por cierto no es el caso. Aquí más bien se elimina normativamente cualquier asomo de duda. Estamos ante una imposición de dar trámite a todo lo que se presente.
El error surge porque, en su efervescencia constitucionalista, el legislador no ha advertido que tanto derecho a la tutela jurisdiccional tiene quien activa la actuación del Estado como el que, eventualmente, va a soportar las consecuencias de lo que se discuta y decida. Esta es la razón por la que cuando un juez declara la improcedencia liminar de una demanda y la decisión es apelada, surge el derecho del hipotético emplazado de defender la decisión de improcedencia en segundo grado, para lo cual es notificado con el medio impugnatorio concedido.
Por otro lado, si según el artículo III el juez tiene la dirección de oficio del procedimiento, resulta contradictorio que una de sus manifestaciones sea comportarse como una máquina expendedora de procedimientos, dando trámite a cualquier demanda que se le presente.
El más grave problema de los procesos constitucionales en sede nacional es la excesiva demora en su tramitación. Entre otras causas, se debe a que los abogados buscamos convertir en amparo cualquier tipo de agresión al ordenamiento jurídico, aunque sepamos que su esencia es civil, mercantil u otra. Con el artículo comentado se va a perfeccionar el empleo dilatorio de los procesos constitucionales, sin ninguna duda.
El artículo 7 perfecciona la incertidumbre antes descrita. Se enumeran las causales de improcedencia. Ahora, como ninguna de estas puede ser declarada al inicio del proceso (in limine litis), como lo dispone el artículo anterior, la única conclusión es que su empleo ocurrirá en la sentencia, con todo el desperdicio de tiempo, actividad y gasto que ello significa.
Hay dos defectos gramaticales, aunque el primero es además de contenido. El inicio del artículo dice: “No proceden los procesos constitucionales cuando:”. Lo que no procede es la demanda y, por lo demás, este defecto lo conduce a incurrir en una cacofonía. Por otro lado, el inciso 6 dice: “Si se trata de conflictos…”, sin advertir que el artículo se inicia con una frase que acaba en la palabra “cuando:” a la que no puede sucederle la frase: “Si se trata…”.
El artículo 8 contiene el control difuso. Ahora, ¿es tan obvio el hecho de que la inaplicabilidad solo alcanza al caso concreto como para no decirlo? Si es así, todo está bien.
El artículo 12 podría seleccionarse como la expresión más evidente del fracaso de la reforma que el “nuevo” Código propone. Como ya se ha descrito, el rasgo principal que deben tener los procesos constitucionales, específicamente los referidos a la tutela de los derechos fundamentales, es ser expeditivos, urgentes les denomina la doctrina. En el “nuevo” Código ocurre lo siguiente: interpuesta la demanda (dice el artículo “por el agraviado”, ¿por quién si no?; aunque debió ser por el presunto agraviado), el juez cita a audiencia única a realizarse en un plazo máximo de treinta días hábiles (no se dice desde cuándo se empieza a contar). Como parte de ese plazo, el demandado tiene diez días para contestar la demanda y deducir excepciones (dice las “que considere oportunas”, ¿qué significa?).
El juez pone en conocimiento del demandante la contestación para que en la audiencia alegue lo pertinente. Entre ambas -la notificación de la contestación y la audiencia- deben mediar diez días. Luego, viene la audiencia donde el juez puede expedir sentencia o, de lo contrario, hacerlo dentro de los diez días siguientes, como máximo.
Como es evidente, el trámite descrito va a configurar un capítulo más de la literatura fantástica que, con formato procesal, se escribe en nuestro país. El legislador desconoce la experiencia más elemental de la justicia peruana. Así, por ejemplo, no sabe que el 31 de diciembre de 2020 se cerró la Sala Civil Transitoria de la Corte Suprema, ordenándose que los miles de expedientes que esta tramitaba pasaran a la competencia de la Sala Civil Permanente. No sabe que, hasta el momento de escribir estas líneas, absolutamente ninguna institución del sistema ha mostrado interés en desarchivar los expedientes empaquetados de la sala extinguida. Es decir, la Sala Transitoria fue cerrada y los expedientes permanecen en algún lugar de Palacio de Justicia. La Sala Civil Permanente, por su lado, tiene la coartada perfecta para no tramitarlos: carece de tiempo porque está desbordada con su propia carga procesal. En consecuencia, hace ocho meses que se niega justicia a miles de litigantes en la Corte Suprema de nuestro país sin que eso preocupe a alguien. Es en este escenario de presupuesto raleado e infraestructura miserable donde se regula un procedimiento postmoderno signado por la oralidad y la fantasía, rasgos que en países como el nuestro significan procesalmente lo mismo.
El último párrafo del artículo comentado confirma el absurdo del artículo 6, es decir, que la improcedencia puede ser declarada por el juez solo luego de leer la contestación a la demanda. Ahora, ¿cómo puede una contestación confirmar la presencia de una improcedencia de la demanda? Un reto más al sentido común. El último párrafo también regula que el juez prescinde de la audiencia y expide sentencia “si el acto lesivo es manifiestamente ilegítimo”. Aunque no dice el sentido, parece ser que para el legislador, en este caso, la sentencia es fundada. Nuestra duda es cómo hacer para identificar lo “manifiestamente ilegítimo” con lo inconstitucional, que sería la razón para declarar fundada la demanda.
El artículo 13 confirma lo que insinuaba el artículo anterior. El legislador no solo ha renunciado a incorporar la tutela de urgencia sino que, además, ha regulado un procedimiento cognitivo, de hecho más lato que el sumarísimo previsto en el Código Procesal Civil. En pocas palabras, el legislador ha ordinarizado la urgencia, es decir, al prolongar lo que imprescindiblemente debería ser breve ha contradicho lo razonable hasta el límite de lo permitido. Que los medios probatorios se presenten con los escritos de demanda y contestación de esta, por ejemplo, es el típico caso de un plenario.
El segundo párrafo regula la teoría del hecho nuevo propio y también del impropio, es decir, la admisión de prueba sobre hechos ocurridos antes y durante el curso del procedimiento. El límite es que no se puede admitir luego de la audiencia “bajo ningún motivo” pero, a continuación, prescribe que se puede hacer valer en segundo grado o ante el Tribunal Constitucional. Increíble, más restrictiva es la vía del conocimiento pleno del Código Procesal Civil.
El artículo 14 contiene en su primer párrafo dos instituciones de teoría impugnatoria. La primera es la integración. Por esta, el grado superior puede completar la decisión recibida, siempre que se encuentre fundamentada. Esto último es su presupuesto y esencia, de lo contrario, el superior podría actuar con una alta dosis de arbitrariedad. Este último requisito no parece preocuparle al legislador, solo afirma que las decisiones se pueden integrar.
En ese mismo primer párrafo le conceden al superior la potestad de subsanar cualquier nulidad. Dos preguntas no respondidas en el artículo comentado: ¿y si se trata de una nulidad insubsanable? Por otro lado, ¿también alcanza a las nulidades que solo son proponibles a pedido de parte?
En el artículo 16 hay un error. Dice: “… la represión del acto represivo sobreviniente.”, cuando debe decir: “… la represión del acto homogéneo sobreviniente”.
El artículo 17 repite textualmente el artículo 8 del Código derogado. Una verdadera lástima porque si algún artículo requería modificación era este. Su falencia se explica en una concepción trasnochada respecto de la importancia social de asegurar el cumplimiento de las decisiones de la judicatura. Repitiendo una clasificación tradicional y con fundamento en una concepción garantista superada, se coloca solo en competencia del juez penal la facultad de detener a quien incumpla una decisión judicial.
Por cierto, tal reducción significa que el agraviado y ya ganador, deberá continuar (o empezar) un nuevo trámite ante el Ministerio Público para lograr que este persuada al juez penal quien, finalmente, decidirá si hace efectivo lo que solo es un apremio por incumplimiento de decisión judicial firme. Solo para recordar, en el common law el instituto del Contempt of court (desacato a la corte) permite a cualquier juez cuya decisión no se ha cumplido, con prescindencia de su grado o materia, requerir al infractor que lo haga, bajo apercibimiento de ser detenido.
Tanto la detención, como la destitución, las astreintes o el pago de lo ordenado con el propio patrimonio del funcionario obligado, son los instrumentos -medidas coercitivas- que permiten asegurar la eficacia de la función jurisdiccional. En el caso concreto de la tutela de los derechos fundamentales, tales herramientas configuran la esencia de la tutela misma.
4. Capítulo II, Medida cautelar
En el primer párrafo del artículo 18 se dice: “Se pueden conceder medidas cautelares y de suspensión del acto violatorio…”. Siendo la suspensión del acto violatorio una medida cautelar, la redacción contiene un error que se pudo remediar al momento de la reforma.
Al referirse a la medida cautelar se afirma: “teniendo en cuenta su irreversibilidad”. La medida cautelar debe concederse asegurando que su actuación sea reversible, dicho de otra manera, lo que se debe garantizar es que no transgreda el límite de irreversibilidad, al revés de lo que se afirma.
También podría resultar un asunto menor lo previsto en la sumilla del artículo 19, pero se pudo resolver. No son requisitos de la medida cautelar los que allí se describen sino sus presupuestos, es decir, la exigencia allí descrita es el mérito cautelar. Lo expresado no descarta que haya requisitos insubsanables como el transcurso del tiempo, pero igual seguirán siendo requisitos y no presupuestos en tanto se refieren a la estructura y no a la función de la medida. El análisis del mérito de un tema cautelar es, entonces, un asunto referido a sus presupuestos.
El legislador ha decidido innovar en uno de los temas más complejos de la teoría cautelar. Nos referimos al “peligro en la demora” como presupuesto para conceder una medida, atendiendo al riesgo que soportaría el solicitante de ella si no fuese concedida.
El legislador ha prescindido del término “peligro en la demora”, pero no del concepto, el cual lo ha reemplazado por el término “certeza razonable de que la demora en su expedición pueda constituir un daño irreparable”. La desventaja de usar muchas palabras para definir algo es que quien lo haga debe hacerse cargo de todas. Ahora bien, ¿tendrá sentido usar el término “certeza” en sede cautelar? Sobre todo cuando la provisionalidad y la variabilidad son rasgos esenciales de la materia cautelar. ¿De qué “certeza” hablamos?
Lo insólito es que el “peligro en la “demora” como presupuesto cautelar clásico está referido a la dilación que se produce por el transcurso del proceso hasta que se llega a una decisión firme, esto es, el margen diferencial. Sin embargo, si se aprecia la frase del artículo, esta parece referirse a la demora en expedirse la medida cautelar. Sin duda es un absurdo, pero es el resultado de la lectura de una frase que confunde innecesariamente lo que es sencillo[1].
Se ha cambiado la sumilla del artículo 16 del Código derogado por la del artículo 20 del “nuevo”. Antes era “Extinción” y ahora es “Conversión de la medida cautelar”. Se trata de un error porque la extinción es el género donde la conversión es una de sus especies. Cuando un procedimiento concluye, siempre se extingue la medida cautelar. Si la sentencia es favorable al titular de la medida cautelar, se produce la conversión de esta a medida ejecutiva. En la otra hipótesis, se extingue la medida cautelar y su titular podría soportar una exigencia por los daños y perjuicios que aquella causó.
5. Capítulo III, Medios impugnatorios
El Artículo 21 contiene una de las regresiones más peligrosas en la que puede incurrir un legislador en materia procesal. Si una de las formas más comunes de retrasar un procedimiento es emplear masiva y maliciosamente los medios impugnatorios, el gran error del juez nacional -desde la vigencia del Código Procesal Civil- viene consistiendo en su falta de rigor en el control del juicio de procedencia de estos.
Esta deficiencia se profundiza cuando el artículo comentado libera al impugnante del deber procesal de fundamentar el recurso, acto que, como sabemos, no es libre sino debe estar referido al error o vicio identificado y al agravio producido. La exigencia es trasladada en el artículo al grado superior, es decir, cuando ya se perfeccionó el perjuicio al principio de economía procesal, al haberse tramitado íntegramente un recurso que, en muchas ocasiones, debió ser rechazado liminarmente.
El inciso c) del artículo 22 reitera una “creación” de la jurisprudencia nacional a la que resulta necesario prestarle atención. En el proceso civil peruano, como en la doctrina y legislación comparadas, existe la casación por salto. Como en nuestro sistema los procesos civiles discurren por dos grados y una corte de casación, el instituto citado permite a las partes que puedan – antes o durante el procedimiento- acordar prescindir del empleo del segundo grado. Siendo así, las partes pueden recurrir la sentencia de primer grado con recurso de casación, siempre que el derecho discutido no sea irrenunciable. El sustento de este artículo es el principio de economía procesal y, por cierto, la voluntariedad que es propia de los medios impugnatorios.
¿Y qué es la apelación por salto? Difícil dar una definición. Mejor la describimos: si un procedimiento es resuelto por el TC y si, al encontrarse en etapa de ejecución –obviamente en primer grado- se produce una controversia respecto de cómo se ejecuta la decisión, la apelación que se interponga pasa a ser competencia del TC. Imaginamos que la razón del instituto es que el TC pueda aportar una interpretación auténtica sobre aquello que resolvió.
Lo dicho es solo una interpretación. Lo que hace la norma actual es solo identificar los casos en que procede. Por ejemplo, “cuando se verifique una inacción en la ejecución o cuando se decida en contra de la protección otorgada al derecho fundamental agredido…”. Por otro lado, se regula que es improcedente su empleo cuando la controversia es un tema cuantificable o cuando la sentencia establece que su cumplimiento es progresivo.
Si tan solo se hubiera regulado correctamente un sistema de medidas coercitivas, este artificio absurdo de la apelación por salto estaría sobrando. Sus creadores, y quienes la han afinado, han prescindido del hecho que cuando un justiciable ha llegado a la etapa de ejecución es porque, si ha tenido suerte, ha podido soportar cinco largos años de angustia desde que necesitó tutela constitucional. Entonces, cuando se supone que ha obtenido éxito, una controversia sobre cómo se ejecuta la decisión devuelve el expediente al TC donde, más allá de la voluntad de sus miembros este actúa con la presteza de un elefante enyesado, por lo que otra vez, con suerte, devolverá el expediente tres años después.
Es cierto que hace años el Tribunal Constitucional Federal alemán (Bundesverfassungsgericht o BVerfG), utilizando un enunciado de su reglamento, realizó algunas injerencias en la ejecución de sus decisiones. Sin embargo, lo cierto es que lo hizo poquísimas veces. En esos casos, marcó tierra sobre algunas decisiones cuya excepcionalidad requería una actuación original que necesitaba estar legitimada por el órgano máximo. Es clásico el caso de un habeas corpus cuya ejecución no hubiera satisfecho al demandante, salvo que se actuara como si fuese una sentencia de amparo. Siendo así, el Tribunal resolvió que así debía ejecutarse, pero no abrió la puerta a la arbitrariedad sino estableció el marco de excepcionalidad en que tal situación se podía dar.
Aunque el artículo comentado no lo prescribe, debe entenderse que solo procede apelación por salto cuando el expediente estuvo en el TC, pues se trata de que el órgano de cierre enseñe cómo debe ser actuada la decisión que expidió. Si fuera así, la norma estaría provocando una discriminación contra los litigantes cuyo proceso constitucional no llegó al TC. Si es al revés, esto es, si la apelación por salto es aplicable a todos los procesos constitucionales donde se presenten incidentes de ejecución, se va a saturar el TC que, desde hace mucho, soporta más casos de lo razonable. La alternativa no es otra que eliminar la apelación por salto.
El artículo 23 contiene el trámite en segundo grado y describe una serie de plazos cuyo rasgo principal es que no se van a cumplir. Que el órgano de primer grado eleve el expediente solo dos días después de que concede el recurso o que el segundo grado fije la Vista en el plazo de cinco días hábiles de recibido el expediente es, como resulta evidente para quien realice actividad forense, pura fantasía.
El legislador cuando no delira, yerra. Prescribe que el superior debe fijar la Vista sin emitir auto de avocamiento. Si se cumple este extremo de la norma, estaremos ante una decisión inconstitucional. El auto de avocamiento es esencial en un procedimiento, pues permite que las partes conozcan al juez o jueces que van a decidir su caso, esto es, el auto asegura a las partes su derecho a un juez natural. Es posible que el legislador haya considerado que expedir el auto de avocamiento atrasa el trámite. Si esa fue la razón, el tema se resuelve de manera sencilla: en la notificación de la resolución que fija la Vista se notifica también el avocamiento.
Lo insostenible es que deje de haber auto de avocamiento. La mala costumbre de creer que la doctrina debe referirse siempre a los institutos procesales y no al procedimiento en su expresión práctica determina que se llegue a esta ligereza que, reiteramos, es inconstitucional. Al final lo que va a ocurrir es que los jueces harán control difuso sobre la norma y expedirán junto con la fecha de Vista, el correspondiente auto de avocamiento.
Si llega una sentencia al TC y este considera que, por razón de mérito, la demanda es manifiestamente infundada, aun cuando sea procedente el recurso de agravio, expide sentencia sin más trámite declarando infundada la demanda. A esta decisión el propio TC la denomina sentencia interlocutoria y tiene como sustento un precedente vinculante[2].
El artículo 24 modifica este precedente que, desde una perspectiva procesal, constituye un error clamoroso. Un dato elemental para comprender lo ocurrido pasa por tener claro qué significa una sentencia interlocutoria[3].
En ese contexto, entonces, y sobre la base de que el Código Procesal Civil es norma supletoria para cualquier ordenamiento procesal, queda claro que una resolución interlocutoria no es, en ningún caso, una sentencia. Se trata del acto con la que el juez resuelve un incidente, eso implica que se trata de un auto, en tanto coadyuva en la marcha del procedimiento hacia su conclusión, resolviendo cuestiones ocurridas en el curso del procedimiento, exactamente como enseña su significado etimológico.
Si el objetivo del TC era reducir su carga procesal y evitar aquellos casos donde la infundabilidad de la pretensión discutida es tan evidente que no requiere trámite para su declaración, había manera de concretar tal reducción sin cometer actos arbitrarios (no notificar a las partes que el expediente estaba expedito para ser resuelto o construir una sentencia sin expedir auto de avocamiento).
El “nuevo” Código prescribe que obligatoriamente haya Vista y, además, que se conceda el derecho de defensa. Sin embargo, hubiera sido una reforma idónea que trasladara el juicio de procedencia del recurso de agravio al TC, agregándole a los requisitos de procedencia aquellos que aparecen como reglas del precedente vinculante en el Fundamento No. 49, aunque con algún grado de afinamiento[4]. Con lo cual hubiera bastado que, en la hipótesis que el TC considere que la demanda es manifiestamente infundada, declare infundado el recurso de agravio constitucional.
El artículo 26 regula el instituto de la Actuación de sentencia impugnada, por el cual se concede al ganador de primer grado la facultad de ejecutar la sentencia, sin perjuicio de la impugnación que pueda soportar. Su principal diferencia con una medida cautelar es que no está sometida al límite de irreversibilidad, es decir, la sentencia se ejecuta como si fuera definitiva, por lo menos en doctrina. Por esa razón, solo es funcional para las sentencias de condena porque en las otras sus consecuencias, de revocarse o anularse la decisión ejecutada, serían nefastas.
El artículo comentado le da un tratamiento cautelar a la actuación de sentencia impugnada al limitar su irreversibilidad, aunque su mayor defecto es que no precisa su ámbito de actuación.
El artículo 27 varía erróneamente la sumilla del artículo 22 del Código derogado. Este decía “Actuación” y el actual dice: “Ejecución de sentencias”, sin advertir que el género es la actuación donde la especie es la ejecución, en tanto hay sentencias que se actúan pero que no requieren el uso de medios ejecutivos, como aquellos en que las sentencias son autosatisfactivas.
El juez peruano jamás fue consciente del poder que le otorgó el artículo 22 del Código derogado. Por eso, debe lamentar que ahora todo lo que pueda hacer cuando quiera ejecutar la sentencia que expidió será comportarse como un subordinado. Así, si el derrotado no cumple la sentencia, el juez tendrá que “acusarlo” ante el Ministerio Público para que este lo denuncie y luego continúe todo lo que ya sabemos.
Hay un párrafo sorprendente. Se regula que el juez puede realizar actos de ejecución (remoción, destrucción de cosas, paralización de obras, etc.,), y con ello, equipara sus potestades con las de un juez civil. Sin embargo, las sentencias constitucionales van a cumplirse o no, mayoritariamente, en función de la voluntad del perdedor que fue quien produjo la amenaza o agravio. Y para cubrir esta exigencia, en lugar de contar con un elenco de medidas coercitivas, el juez constitucional solo es un denunciante más ante el Ministerio Público. Entra a la cola.
6. Título III, Proceso de Amparo
Aun cuando se trate de un asunto menor, es bueno que el legislador sea pulcro porque no solo escribe sino prescribe. El artículo 39 dice: “El afectado es la persona legitimada para interponer el proceso de amparo”. Lo que se interpone es la demanda y a lo que esta da inicio es a un procedimiento, en este caso a uno típico, el amparo.
El primer párrafo del artículo 42 extiende la competencia facultativa del demandante al domicilio del autor de la infracción. Siendo un proceso donde la tutela a prestar debe ser urgente, se trata de un mérito del “nuevo” Código. El segundo párrafo del artículo 42 es, en cambio, un baldón para este.
Ningún legislador procesal puede actuar sin tener conciencia del sistema judicial que tiene y del que debe tener. En este caso, ninguna reforma judicial puede hacerse prescindiendo de la función que cumple la Corte suprema, en tanto órgano de cierre. Una tara que acompaña a nuestra estructura judicial es la exigencia de algunos órganos estatales para que sus casos empiecen en las salas superiores. Lo pernicioso de una decisión así es que las salas supremas pasan a ser órganos de grado y cortes de casación a la vez, con lo cual, cada vez queda más distante la posibilidad de contar con un sistema de casación donde la Corte suprema cumpla su función de ordenar y actualizar el ordenamiento jurídico a través de sus decisiones.
En el presente caso, se regula que los procesos de amparo contra resoluciones judiciales empiezan ante una sala superior. Como no se conoce al legislador y menos lo que piensa, el fundamento de tal reforma puede ser el hecho de considerar ilógico o irrespetuoso que un órgano de primer grado revise lo actuado por un superior, o más aún por la Corte suprema. Si así fuera, sería un argumento que tiene un poco más de doscientos años de atraso. Creer que los grados judiciales constituyen una “jerarquía” que debe ser respetada pertenece a los restos fosilizados de una organización judicial revejida y absurda.
El artículo 44.28 cierra la lista de los derechos fundamentales tutelados con amparo. Allí se dice: “Los demás que la constitución reconoce”. Siendo un valor entendido en la doctrina constitucional que los derechos fundamentales no son un número cerrado, carece de sentido limitarlos al listado de la Constitución. Hubiera sido mejor referirse a los que sean reconocidos, sin precisar la fuente, en tanto podría ser el mismo juez.
El artículo 45 establece los plazos para interponer la demanda. Es notorio el cambio respecto del amparo judicial. Este corre desde la fecha en que se notifica la resolución que va a ser impugnada, ya no desde que queda expedita para ser actuada.
Entre el artículo 46 y el artículo 48 hay una relación que ni las sumillas ni el contenido la precisan. El primero se sumilla así: “Acumulación subjetiva de oficio”. Con ese nombre el legislador ha regulado un caso de litisconsorcio necesario, aunque la redacción deje mucho que desear. Si un juez incide en la conformación de la relación procesal y decide que una persona debe ser emplazada, es porque su presencia es indispensable. Estamos ante un litisconsorte necesario. Como es obvio, un juez no puede incorporar a un litisconsorte facultativo. Está fuera de su función. En este caso, o lo propone una de las partes o lo hace el mismo sujeto, sin perjuicio de que sea el juez quien resuelva su ingreso. Entonces, la sumilla debió decir: Litisconsorcio necesario, y también debió darse a las partes la facultad de que propongan su ingreso.
Por otro lado, el artículo 48 se sumilla: “Intervención litisconsorcial”. Error clamoroso. La intervención litisconsorcial es el género donde el litisconsorcio necesario, facultativo, unitario y el simple son las especies. Lo que describe este artículo es el litisconsorcio facultativo, es decir, el poder que tiene un tercero de reclamar su ingreso porque la decisión lo puede afectar indirectamente.
La sumilla del artículo 51 es defectuosa. El tema es la competencia subjetiva cuyas especies son: el impedimento (prohibición absoluta), la recusación (participación cuestionable) y la abstención (ámbito moral, ergo, privado). Dice el artículo: “El juez debe abstenerse cuando concurran las causales de impedimento…”. Eso es incorrecto porque tal situación ni siquiera necesita regulación. Si un juez actúa estando impedido, debe ser destituido (un ejemplo de impedimento es que el juez haya sido antes parte en el mismo procedimiento).
Lo que parece que se ha querido es descartar la recusación en los procesos constitucionales, para lo cual solo se necesitaba decirlo así. Por otro lado, si el objetivo fue evitar que el juez fugue del caso complicado con la abstención, se debió regular que, si esta es infundada, el superior puede sancionar al juez, si acredita que el pedido era evasivo, además con informe al órgano disciplinario.
7. Título IV, Proceso de Habeas Data
En este título se advierte como la evolución tecnológica le ha impuesto al sistema legal nuevos parámetros en su regulación. Prueba de ello es que en el artículo 61 del Código derogado apenas en dos incisos se describía el ámbito de protección del proceso comentado. Sin embargo, el artículo 59 del “nuevo”, además de la tutela al acceso a la información, incorpora por lo menos dieciséis modalidades de defensa de la autodeterminación informativa. El cambio empezó con la Ley 29733, Ley de Protección de Datos Personales. De ella surge la necesidad de precisar el ámbito de la tutela.
En materia procedimental no se aprecia nada significativo como para ser comentado, salvo una inversión de la carga de la prueba en el artículo 62. Cuando se presenta la eventualidad de que se pueda ocasionar daño sustancial al interés público o al derecho protegido, la carga de la prueba pasa a recaer sobre la institución pública demandada.
8. Título V, Proceso de cumplimiento
El artículo 65 hubiera cumplido mejor su cometido, si el párrafo de cierre afirmara que no son materia de este proceso las pretensiones que están listadas en la Ley del Procedimiento Contencioso Administrativo. Es cierto que la lista no es completa, pero, en cualquier caso, es más precisa que la forma como se ha regulado.
El artículo 66 es original y bueno, lamentablemente en lo que es bueno no es original y viceversa. Dice la sumilla: “Reglas aplicables para resolver la demanda”, sin embargo, lo que se resuelve en un procedimiento contencioso son el o los conflictos. Si son reglas para resolver la “demanda”, aunque no sea el caso, se dejaría fuera a la reconvención, simplemente por escribir lo que no corresponde.
Sin embargo, cabe la posibilidad que toda la construcción de este artículo tenga que ver con la admisión de la demanda y no con el mérito. Un solo ejemplo: cuando el mandato legal cuyo cumplimiento se pretende es “genérico o poco claro”, se dice que para interpretarlo el juez debe utilizar “los métodos clásicos de interpretación jurídica”. Nos parece que lo que merecía regulación era una alternativa a lo que siempre hace el juez. De lo contario, se termina regulando lo obvio. Lo descrito corresponde al caso donde un mandato es sencillo.
Esto significa que, si el mandato es complejo, el juez debe emplear otras reglas, es de suponer más sofisticadas. Pero no es así. Una de ellas dice que se emplea “una mínima actividad interpretativa” (sic) que implica el uso de los “métodos clásicos de interpretación jurídica”, aplicando además “los criterios de especialidad, cronológico y jerárquico”. Esta diferencia entre lo simple y lo complicado es densa e incomprensible. Luego se afirma que, “de ser necesario”, el juez “aplica una mínima actividad probatoria” que permita “confirmar la veracidad del mandato”. Bueno, todo esto en la hipótesis de un mandato complejo.
Es muy difícil seguirle el hilo al legislador. Tal vez -como podría deducirse del inciso 3.- el artículo comentado se refiera no al mérito sino a la admisión de la demanda y solo se trate de una aplicación del aforismo favor processum, esto es, que en la duda sobre la obligatoriedad del mandato legal se debe admitir la demanda (dice que entra “al fondo del asunto”).
Y, finalmente, el inciso 4 eleva el nivel de incertidumbre al máximo. Se regula el ejercicio del control de difuso. Este, como sabemos, aparece duplicado en la Constitución, en la Ley Orgánica del Poder Judicial y en otros enunciados normativos nacionales, sin que exista la más mínima duda de que es un deber del juez inaplicar una norma si considera que es inconstitucional. ¿Cuál fue la razón para insistir en su regulación?
9. Título VI, Procesos de Acción Popular, Inconstitucional y Competencial
Una curiosidad del artículo 74 es que no contiene el proceso competencial que sí aparece en el título.
El artículo 75 tiene un agregado pertinente. Adiciona los casos en que la demanda de acción popular es improcedente. Podemos estar de acuerdo o no, sin embargo, hubiera sido bueno que la sumilla contemplara tal adición, por ejemplo, “Procedencia y rechazo de la demanda de acción popular”.
En el artículo 84, una vez más, se pierde la oportunidad de ordenar o, por lo menos, no alterar la estructura del sistema judicial. Sigue tramitándose la demanda de acción popular ante una sala superior como órgano de primer grado. Ya anotamos los perjuicios –más allá de que en este caso sean pocos- que trae alterar el inicio de los procedimientos, sobre todo para darle la importancia que le corresponde a la función casatoria de la Corte suprema.
El artículo 87 es impecable, tanto que debió estar en el Título Preliminar, en tanto es común a todo procedimiento.
Los artículos 86 y 99, aplicables a los procesos de acción popular e inconstitucionalidad respectivamente, cumplen exactamente la misma función: precisar que en los procesos dirigidos contra enunciados normativos el ejercicio del control difuso prima sobre el plazo prescriptorio. Dado que en la estructura del “nuevo” Código hay un Capítulo de “Disposiciones Generales”, hubiera sido mejor que se colocara un artículo allí.
Casi se entiende lo que se quiere con el artículo 103, lo que no se comprende es la necesidad de reiterar la manera deficiente con que lo había regulado el Código derogado. Se prescribe: “1. Cuando el Tribunal hubiere desestimado una demanda de inconstitucionalidad sustancialmente igual en cuanto al fondo; o”.
El concepto “desestimar” o su contrario son, por lo menos, dudosos en su significado. Se desestima lo que se desdeña, desprecia o desatiende.
¿Cuándo se declara infundada una demanda se le desdeña o desatiende? Podría ser. ¿Y si se le declara improcedente? También. Si el asunto está así, entonces la categoría no ayuda. ¿Para qué complicarse?
La frase es producto de la necesidad del legislador de enfatizar que la “desestimación” se refería al pedido y no a la validez del procedimiento. Por eso se repiten palabras para que le den sentido a lo que quiso decir. Si eliminan la palabra “sustancialmente”, por ejemplo, el asunto sigue siendo claro. A pesar de lo cual la frase sigue siendo técnicamente defectuosa.
El término “fondo” suele emplearse como contrario de “forma”. Su empleo es común debido a que todo instituto jurídico tiene estructura (forma) y función (fondo). Pero en materia procesal son mal usados cuando se afirma que establecen la diferencia entre la materia que se discute (fondo) y el procedimiento donde ella se discute (forma). Por ello sería aconsejable que por lo menos dentro del ámbito procesal, nos refiramos al “procedimiento” y al “mérito”[5], respectivamente. Al estabilizar su empleo, no generaremos incertidumbre, sobre todo desde el plano normativo, que resuelta ser el lugar más sensible para que se propaguen los entuertos.
A partir de lo descrito, el encabezamiento y el contenido del inciso 1. del artículo 103 pudo ser este: “Una demanda de inconstitucionalidad es improcedente: 1. Si el Tribunal Constitucional ya declaró infundada una demanda sobre la misma norma”. La propuesta se sustenta en lo que creemos que quiso decir el legislador. Si su objetivo fue otro, debemos presumir que lo regulado está bien.
10. Título VIII, Tramitación en sede del Tribunal Constitucional
El artículo 113 constituye otra oportunidad perdida. La acumulación de procesos es un excelente instituto para que un órgano jurisdiccional haga efectivo el principio de economía procesal y, además, evite la expedición de decisiones contradictorias. En el caso de un órgano de cierre, como el TC, es importante que se acumulen procedimientos cuando la materia en conflicto es sustancialmente uniforme. Con ello, su función prospectiva pasa a ser trascendente, en tanto estará dirigida a orientar el pensamiento jurídico, político o social con menos decisiones, pero con más profundidad y extensión. No es poca cosa.
La defección está en que el enunciado dice que la acumulación procede cuando los procedimientos “sean conexos”. La conexidad es una categoría genérica. En algunos casos la relación es mínima, por ejemplo, en dos procedimientos solo se repite uno de los sujetos procesales, y en otros, el nexo es intenso. Por ejemplo, los procedimientos comparten un hecho constitutivo. Siendo así, la frase del artículo es muy pobre. Dice todo y, tal vez por ello, sirve muy poco.
El artículo 116, como en algún otro caso que ya se comentó, regula plazos de fantasía. Le impone al TC un plazo de treinta días desde que recibió el expediente para que resuelva el recurso. ¿Qué tendría que haber ocurrido para que el plazo de cuatro años, que en promedio permanece un proceso de amparo en el TC para ser resuelto, se reduzca a treinta días?
El artículo 117 establece que los procesos de habeas corpus, amparo, habeas data y de cumplimiento serán conocidos por el TC que, a este objetivo, se dividirá en dos salas de tres miembros cada una.
El artículo 118, bajo la sumilla “Las decisiones jurisdiccionales del Pleno” regula que los mismos procesos citados en el artículo anterior, pueden ser conocidos por el Pleno, siempre que el reglamento normativo de este así lo disponga. Luego precisa que, en esos casos, la decisión se obtiene con cuatro votos conformes.
11. Disposiciones Finales
Continuando con el entusiasmo por la legislación fantástica y, por tanto, inútil, se prescribe en la Disposición Tercera que todas las sentencias finales y sus aclaratorias recaídas en los procesos constitucionales serán remitidas dentro de las 48 horas siguientes a su expedición al diario oficial El Peruano, para su publicación dentro de los diez días siguientes.
El legislador ha asumido como plausible que el ritmo de actuación de los órganos jurisdiccionales, así como de la empresa encargada de la impresión va a soportar los plazos que ha establecido. Por otro lado, al elevado costo que impone la publicación ordenada, debe adicionársele su relativa eficacia. Las partes e interesados conocen la decisión de la manera formal, así que a ellos no les interesa la publicación. Los otros interesados podrían ser los académicos, pero al saber que las publicaciones son indiscriminadas, pierden interés y prefieren leer solo aquellas seleccionadas por las revistas de jurisprudencia. Entonces, trabajo y gasto para nada.
En la Disposición Final Sétima del Código derogado, siguiendo las pautas de la Corte Suprema de los Estados Unidos, se reguló un órgano oficial del Tribunal Constitucional, la Gaceta Constitucional. Teniendo el TC el control pleno de su publicación, podría uniformizar la eficacia temporal de sus fallos y difundir sus criterios jurisprudenciales en camino de consolidarse. El Código fue derogado y esta normal jamás se implementó, prefiriéndose la publicación indiscriminada e inútil.
Tanto
la doctrina como la legislación han pretendido establecer grados de la demora. Ocurrió en el caso peruano. Se empleó el
término “agravio irreparable” para nombrar un
estado radical de la demora. Con la perspectiva que otorga el cuarto de siglo transcurrido ya no compartimos esa idea.
Creemos que el peligro en la demora es un solo concepto
que, como cualquier otro, será el juez quien adecúe su nivel de exigencia respecto
de cada caso concreto.
Nos
referimos al Fundamento No. 49 de la STC 987/14/PA/TC que permite al TC expedir sentencia denegatoria cuando: “a.
Carezca de fundamentación la supuesta vulneración
que se invoque; b. La cuestión de derecho contenida en el recurso no sea de especial trascendencia constitucional; c. La cuestión de Derecho invocada
contradiga un precedente vinculante del Tribunal Constitucional; y d. Se
haya decidido de manera
desestimatoria en casos sustancialmente iguales. La citada sentencia se dictará
sin más trámite”.
Se
trata de una institución de vieja data (siglo XIII), aparece regulada en la Partida
III, Título XXII, Ley 2ª. (“el mandamiento que el juzgador hace sobre alguna duda
que acaece en el pleito”). Lo que tiene mucha lógica porque, etimológicamente, deriva
de inter (dentro) y locutio (hablar o discutir), por tanto, es lo que se hace “mientras
se habla o se discute”.
Sin embargo, para el siglo XIX, la Ley
de Enjuiciamiento Civil de 1881 – antecedente directo de nuestro CPC de 1912-
descartó su uso, clasificando los actos del juez en: a. providencias; b. autos
y c. sentencias. Nosotros acogimos el criterio, pero variando decreto por providencia.
Igual ocurrió en Italia, el CPC de 1940 reservó la sentencia para la decisión sobre
el mérito; ordenanza para las decisiones procedimentales (ordinarias) y decretos
para algunas decisiones ordinarias con contenido (medidas cautelares, pronunciamientos
sobre jurisdicción voluntaria e incidencias ejecutivas sobre el mérito). Brasil
mantiene su empleo, pero de una manera idónea. Los actos del juez son
sentencias que concluyen el proceso (definitivas si resuelven el mérito o terminativas
si se refieren al procedimiento); decisiones interlocutorias (si resuelven
incidentes) y despachos (si no deciden, sino impulsan y son inimpugnables).
Así,
el inciso a) pudo ser reemplazado por una exigencia más puntual: la existencia
de conexión lógica entre los hechos
constitutivos y el núcleo constitucional del derecho invocado. El inciso b) debería ser descartado, la “trascendencia
constitucional” de una cuestión tiene una dimensión
demasiado subjetiva como para que constituya un requisito
de procedencia. El inciso c) es preocupante, si el TC no debe conocer casos donde se contradice un precedente
vinculante que ha expedido, ¿en qué circunstancia el TC podría modificar su precedente vinculante? El inciso d)
cumple con la exigencia de una improcedencia por economía procesal.
Si
dentro de un procedimiento se propone una nulidad, esta se tramita como
incidente. Si se incumple con
adjuntar la tasa por el pedido de nulidad, se incurre en causal de inadmisibilidad. Si
se interpone la nulidad fuera del plazo, se comete causal de improcedencia.
Pero si se logra acreditar la ocurrencia del vicio, se expedirá un auto declarando fundada
la nulidad. Con lo cual la nulidad, instituto procesal, habrá sido
el mérito del incidente
descrito.
Hola, gracias por el esfuerzo de compartir información acerca del tema. Tu publicación me ayudó a entender de mejor forma algunos conceptos que tenía algo enredados. Te dejo entre mis favoritos de blogueros abogados. Espero sigas escribiendo en esta página web. Saludos. Marcela.